Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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--Estoy dispuesto a decírosla.
--Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión. ¿Qué crimen
habéis cometido vos?
--Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis, --contestó el preso.
--Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís.
--¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos?
--Porque soy vuestro confesor.
--Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen. Yo, por mi parte,
sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal.
--A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, si-
no también porque sabe que otros los han cometido.
--Comprendo, --repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención
profunda; --decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista, podría muy bien ser que yo fuese cri-
minal a los ojos de los magnates. --¡Ah! ¿conque sabéis algo? --preguntó Aramis.
--Nada sé, --respondió el joven; --pero en ocasiones medito, y al meditar me digo...
--¿Que?
--Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría muchas cosas. --¿Y
qué hacéis? --preguntó Aramis con impaciencia. --Paro el vuelo de mi mente.
--¡Ah! --Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo...
--¿Qué?
--No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento
con lo que tengo.
--¿Teméis la muerte? --preguntó Herblay con inquietud.
--Sí, --respondió el preso sonriéndose.
--Pues si teméis la muerte, --repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su interlocutor, --es
señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender.
¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla, --replicó el cautivo, --cuando habéis hecho que
os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas revelaciones? Ya que los dos esta-
mos cubiertos con una máscara, o continuamos ambos con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo.
--Vamos a ver, ¿sois ambicioso?
--¿Qué es ambición? --preguntó el joven.
--Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee.
--Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en
lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme.
--Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado.
--Eso no va conmigo, --dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al obispo de Vannes.
Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo,
conocíase que éste esperaba algo más que el silencio.
--La primera vez que os vi, --dijo Herblay hablando por fin, --mentisteis.
--¡Que yo mentí! --exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos ojos, que Aramis
retrocedió a su pesar.
--Quiero decir, --prosiguió Aramis, --que me ocultasteis lo que de vuestra infancia sabíais.
Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante el primer advene-
dizo.
Es verdad, --contestó Aramis inclinándose profundamente, --perdonad; pero ¿todavía hoy soy para vos
un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. Este titulo causó una ligera turbación al preso;
sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen.
--No os conozco, caballero, --repuso el joven. --¡Ah! Sí yo me atreviera, --dijo Herblay, --tomaría
vuestra mano y os la besaría.
El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de sus pupilas se
apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa.
--¡Besar la mano de un preso! --dijo el cautivo moviendo la cabeza; --¿para qué?
--¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien, --preguntó Aramis, --que a nada aspirabais?
En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco?
De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se apagó sin más
consecuencias.
--¿Receláis de mí? --preguntó el prelado.
--¿Por qué recelaría de vos?
--Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar de todos.
--Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro.
--Me hacéis desesperar, monseñor, --exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descar-


 

 
 

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